Hay cosas que no tienen nombre. Nos empeñamos en clasificarlo todo, ponerle etiquetas, encasillar para tenerlo controlado. Para entenderlo. Y nos equivocamos. Hay cosas que, simplemente, no podemos llamarlas como nos gustaría, porque no son ni una ni otra. Porque incluso cambian con el tiempo, con las cosas que nos pasan y con las que no.
Entendemos la realidad, las relaciones, sólo en los cajones en los que hemos aprendido a interactuar con los demás. Familia, amigos, amor. Dolor, trabajo, desamor, conocidos. Pero se nos escapa que lo simple a veces no funciona. Que no es lo mismo un amigo que otro. Que puedes haber tenido suerte con la familia que te tocó, dentro de la que seguro encuentras miembros a los que ves un par de veces al año. Y que, sin embargo, hay personas que no se apellidan como tú, que también son tu familia; la que has elegido. Aquellos a los que llamas para contar una gran noticia o cuando no puedes más.
Nos enseñan a creer en el amor para siempre. A comparar relaciones. Personas que llegaron en distintos momentos de sus vidas a la tuya, también siempre en movimiento. Que fueron importantes porque te hicieron ser lo que eres hoy. Pero, a diferencia de lo que aprendemos, las relaciones son también algo vivo carente muchas veces de lógica, impredecibles, exigentes y, desde luego, ni vitalicias, ni comparables.
Y en esa enseñanza simplista de cajones, encontrar a alguien que se salga de los esquemas, que sea inclasificable, que se cuele donde quiera y llegue hasta ahí, es un regalo. Alguien que provoque una sensación tan compleja que invada todos esos conceptos. Eso es brutal, porque ese placer de estar descolocado, de saber que el lugar que ocupa es único y genial, es complicado, pero es una de las mejores sensaciones que existen.
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